sábado, 24 de julio de 2021

BICENTENARIO DEL PERÚ: 200 AÑOS DE LA INDEPENDENCIA - EL PARAGUAS - CUIDADOS AL PASEAR CON NIÑOS - LA FOGATA.

BICENTENARIO DEL PERÚ: 200 AÑOS DE LA INDEPENDENCIA.

Desde que se fundó el Proyecto Especial Bicentenario de la Presidencia de Consejo de Ministros se tuvo la posibilidad de elegir entre dos caminos. El primero, y más evidente para todos, era el de pensar el Bicentenario como una gran fiesta que se conmemoraría el 28 de julio de 2021 por las razones que hace 200 años nos fueron dadas.
El segundo era entender este hito histórico como la gran oportunidad para imaginar juntos el país que queremos ser y emprender el camino para hacerlo realidad, a fin de llegar al 2021 seguro de que hay mucho que conmemorar y mucho también que reforzar y construir.
A pesar de las dificultades que esto supone, es esta última ruta la que decidimos transitar. Y es que no podemos ignorar las señales que nos muestran a un país fragmentado, corroído por la corrupción y la devastación del medio ambiente, en el que las personas se resisten a respetar a aquellos que piensan diferente y en donde uno de cada tres ciudadanos no confía en el otro. Sabemos, por nuestra historia, que un país no se libera si no confronta aquello que lo tiene sometido.

Esta senda al Bicentenario la construimos cada día, por ejemplo, a través de los diálogos que entablamos con los jóvenes quienes, con frustración, pero también con esperanza, nos expresan cómo es ese país en el que anhelan vivir. Este trayecto al Bicentenario está hecho de cada oportunidad en la que, reunidos alrededor de una mesa de trabajo, nos encontramos con líderes, lideresas y autoridades honestas y comprometidas con sacar a sus pueblos adelante, gracias a ideas innovadoras y cargadas de posibilidades hacia el futuro.
El camino a la conmemoración de nuestro Bicentenario está lleno de ciudadanos de a pie que, inspirados en Túpac Amaru, Micaela Bastidas, Mariano Melgar o José Olaya, desean un Perú cada vez más libre y unido.


Es una ruta que se edifica minuto a minuto con cada uno de los 20 mil voluntarios que hemos convocado y que nos preguntan a dónde es que hay que ir y en dónde hay que poner el hombro para llegar más grandes y mejores al Bicentenario.
Se construye cada vez que llega alguien con una historia sobre cómo su comunidad formó parte del proceso independentista y defiende con orgullo su lugar en la historia; o cuando más de 25 mil peruanos vibran orgullosos del poder de nuestras tradiciones al presenciar las Giras Bicentenario; o cuando miles de escolares imaginan un país diferente y lo plasman con intervenciones artísticas en los Murales de la Libertad.

El Bicentenario tendrá obras emblemáticas y grandes ceremonias de conmemoración, pero, sobre todo, tendrá espíritu común y compromiso. También palabras, acuerdos y encuentros.
Esa es la gran oportunidad que esta ocasión histórica nos pone en frente, la de entablar la nueva conversación sobre el Perú que queremos ser en nuestro tercer siglo de vida republicana y descubrir que todos deseamos lo mismo, aunque lo digamos de distintas maneras. La consecuencia de esta gran conversación será la construcción de un nosotros que haga de nuestra diversidad el engranaje que nos mantiene unidos.
Imaginar es siempre el inicio de algo grande; así como las obras más ambiciosas están hechas de miles de pequeñas acciones, nuestro país será esa inmensa obra que, con talento y esfuerzo, construimos día a día más de 30 millones de peruanos.

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EL PARAGUAS.

No hay que confundir paraguas con sombrilla. A pesar de que son dos objetos muy similares (y que, en ocasiones, el primero se usa para lo mismo que el segundo) es imprescindible remarcar que ambos son distintos. Esto se debe mencionar ya que, en la antigüedad, civilizaciones como la India, Egipto u Oriente Medio acogieron este sistema para que las personas de alto status protegiesen sus cabezas del sol. Por tanto, este no sería el origen del paraguas ya que estaríamos hablando de las sombrillas.
La cultura que inventó este producto fue la Antigua China, teniendo como primeras referencias gráficas algunas situadas en el 2400 a.C a pesar de que su creación fue en el siglo XI a.C. El más antiguo que se conoce es el hallado en la tumba del emperador Qin Shi Huang, donde el carruaje atado a las esculturas de terracota tiene un paraguas.
Realmente, no se sabe con exactitud quién fue el inventor del mismo. Existe un cuento popular chino que afirma que fue Lu Mei, una joven que se había apostado con su hermano mayor quién de los dos construiría un objeto capaz de protegerlos de la lluvia. En una noche, Lu Mei creó un bastón del cual surgían 32 varillas de bambú para terminar en una tela que lo cubría todo. Como ya hemos dicho, es tan solo una leyenda y no un hecho demostrado.

ORIGEN DE LA PALABRA PARAGUAS
A pesar de la evidencia, la palabra está compuesta de dos vocablos para reflejar la protección contra las agua. Aunque, es importante mencionar que está inspirada en el término francés «parapluie«, marcando así la diferencia con respecto a las sombrillas en cuanto a su denominación.
 
 EXPANSIÓN DE SU POPULARIDAD
Los paraguas se expandieron desde China gracias a la Ruta de la Seda. Primero, fueron exportados a Japón, Corea y Persia para luego llegar a Egipto, la Antigua Grecia, el Imperio Asirio y, por supuesto, el Imperio Romano. En todas estas regiones se empleaba como sombrilla y, en cada una de las mismas, se adoptaron ciertas costumbres sobre su uso.

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CUIDADOS AL PASEAR CON LOS NIÑOS.

Como padres de familia, buscamos que nuestros hijos se encuentren sanos física y mentalmente, especialmente durante este periodo de aislamiento social ante el COVID-19. Esta situación puede causar en nuestros hijos ansiedad, depresión o angustia según los especialistas. Por ello, durante el aislamiento muchos han tratado de mantenerlos activos en casa realizando actividades físicas. Pero ahora el Gobierno ha brindado la posibilidad de sacarlos a pasear durante un corto tiempo, siempre cerca del hogar, y así reducir la sensación de encierro que pueden sentir. Según lo
aprobado, un adulto -que no deberá tener más de 65 años- podrá salir con hasta dos niños menores de 14 años.
Si no vives en un distrito de alto riesgo y deseas salir con tu hijo, no olvides las precauciones y cuidados que los especialistas recomiendan para tener un paseo seguro.
 
ANTES DE SALIR DE CASA:
Como adulto, debes verificar que tu hijo se lave las manos con agua y jabón.
Colócale una mascarilla si tiene 3 años o más.
Avísale cuánto durará el paseo y que se puede repetir en los días siguientes una sola vez por día para evitar que te pida quedarse más tiempo afuera.
No lleves juguetes, pelotas, triciclos o patinetas.
 
DURANTE EL PASEO:
No te alejes más de 500 metros o 5 cuadras alrededor de tu casa.
Que el paseo dure 30 minutos y que tu niño mantenga una distancia de 2 metros.
Tu hijo puede saludar a un amigo desde lejos, pero no dejes que se acerquen ni jueguen entre ellos.
No permitas que se quite la mascarilla ni que se siente sobre el piso, bancas o el jardín, tampoco que se suban a los juegos del parque.
Evita pasear por lugares muy transitados como mercados, centros comerciales, avenidas.

AL REGRESAR A CASA:
Verifica que se laven las manos. Si es posible, que tomen una ducha.
Desinfecta sus zapatos y cámbiales de ropa.
Deja en una bolsa cerca a la entrada los objetos que llevaste, como llaves, billeteras, entre otras, para luego desinfectarlas correctamente.
Recuerda estar atento a tu hijo durante todo el paseo y si tu niño es muy pequeño puedes anticiparle mediante juegos o cantos las precauciones que deberán tomar para salir. Utiliza muñecos o marionetas y avísale que las salidas tienen un objetivo, como contar las aves que pasan o la cantidad de carros que ve. Por último, puedes finalizar el paseo saltando o cantando.

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LA FOGATA.
(Cuento: Ulises Granados)

Ahí está Lucía, sentada a unos pocos metros de mí, mirándome de cuando en cuando con la ansiedad más evidente que le he conocido en la vida. No sé qué podríamos hacer en este momento además de permanecer callados, intercambiando miradas, mientras terminamos de comer y escuchamos como cruje el aire alrededor de su cuerpo incendiado. Y, debo decirlo, yo también estoy inquieto como nunca. ¿Cómo debería sentirme ahora?, ¿amado, temeroso, desenfadadamente libre de culpas y obligaciones como un moribundo cualquiera? Apenas puedo creer que…
Tengo mis dudas sobre lo que pasa por su mente ahora que estamos en este lugar, en esta casa deshecha por el fuego. Sé que ésta es la habitación en la que ella solía dormir porque no tiene techo, porque parece estar cómoda ahí, acostada sobre el piso, pero no sé distinguir su estado de ánimo si no es por su voz. Ambos guardamos silencio, esperando que anochezca.
Cuando nací, Lucía ya estaba cubierta de fuego. Les brotó a los siete años mientras dormía con papá. Quemó la colcha y el par de almohadas con que quiso apagarla; calentó el agua en que la sumergió; corrió a lo largo y ancho del patio por horas mientras papá se deshacía de los muebles, las cortinas, la alfombra, y cuando se percató de lo que faltaba, de por qué se deshizo de ello, bajó la mirada hacia el suelo donde unas pequeñas manchas ennegrecían los pasos que dejaba, frunciendo el rostro para no llorar. Algo de felicidad le regresó en cuanto descubrió los bombones quemados. Luego papá tuvo que deshacerse de parte del techo para que Lucía pudiera dormir sin que se encerrara el humo y, finalmente, se mudaron a un lugar menos concurrido después de que se quemara la casa por una fuga de gas. Nadie habla ya de la muerte de mamá, menos enfrente de Lucía. Aquel día papá prefirió salir de la casa conmigo en brazos (nadie le reprocha nada, aunque a veces me mire con ganas de culparme por todo, por haberse quedado sin casa y sin esposa). Al menos así me lo contó papá una infinidad de veces.
He visto la cara de mi hermana en las pocas fotos de sus primeros cumpleaños que sobrevivieron al incendio, a diferencia de las de mamá, y cada vez que las observo me da la sensación de estar frente a los retratos de alguien a quien me hubiera gustado conocer algún día. Recuerdo una de esas fotografías en especial: Lucía parece estar tan alegre sentada en las piernas de mamá; y mis primos la ven con asombro, como si no entendieran su tamaño. Papá la tomó, así que puede verse una parte de su dedo invadiendo la imagen, como en la mayoría de sus intentos. Terminé estudiando fotografía para poder corregir a mi papá en algo.
Afortunadamente tengo muchos otros recuerdos con mi hermana, recuerdos que no tienen que ver con su rostro: su olor a canela tostada, la fogata que era mientras hablábamos en la azotea, el agua tibia alrededor de ella cuando nadábamos.
La primera serie de fotografías que conseguí tomar satisfactoriamente fue de ella nadando en el mar: Oleaje en llamas o fogata imposible. Las tomé durante unas vacaciones. Las flamas amarillentas y rojizas que se alzaban por encima del mar nocturno, junto con el humo que despedían, daban la ilusión de un pequeño bosque flotante que brotaba de su cuerpo y se perdía entre sombras y reflejos de la luz lunar. Debo agradecer a esta serie que al concluir mis estudios consiguiera un trabajo fuera del país con gran facilidad.
La noche antes de que me fuera de la casa, Lucía y yo caminamos por más de dos horas dando vueltas por calles sin importancia, tomando fotos y conversando lo menos posible. Yo tenía veintidós años; ella veintinueve. Hablamos muy poco y al final insistió en darme un beso en el hombro (la cicatriz que me dejó es pequeña, como sus labios) para no marcar mi mejilla. Nos mantuvimos en silencio casi todo el regreso a casa, salvo por un momento en que me detuvo para decir:
—Me estoy consumiendo —como si esperara que yo hiciera algo para ayudarla, como si estuviera en mis manos.
Y luego seguir su camino a prisa, sin voltear a verme, inmediatamente arrepentida de confesármelo. Nunca había reparado en ello, pero me perdí de la vida de mi hermana viviendo la mía.
Por la mañana salí lo más temprano que pude para evitar una despedida más difícil de manejar que lo sucedido la noche anterior.
Me extravié muchos años y fui feliz viviendo lejos de mi familia, intentando conformar otra con menos cargas. Pero no dejaba de pensar en lo que me dijo Lucía. Le escribí una infinidad de cartas esperando que algo cambiara, que papá me contara por lo menos una vez que Lucía estaba saliendo con alguien o que había ganado un poco de peso desde que me fui, que había ido a nadar a la playa, a caminar por calles cada vez más importantes para ella, que me dijera te escribo ahora que tu hermana no está porque tengo tiempo… tenía mucho de no verla tan feliz. Pero eso nunca pasó, en su lugar, papá me contaba de sus deudas, de Lucía solitaria o trabajando en esto y aquello, de que ya habían tenido suficientes problemas con la gente alrededor de ella, conmigo ausente.
Poco me importó. Volví porque fracasé como fotógrafo y me cansé de intentarlo ya muy tarde; no tenía a donde más ir y había envejecido notablemente. Me tuve suficiente lástima para volver al lugar de donde salí y esperar que me recibieran con los brazos abiertos. Nunca dejé de sentirme como un cobarde por irme en cuanto pude, menos aún ese día que llegué cabizbajo.
Acepto que no todo estaba mal. Papá me enseñó periódicos llenos de artículos sobre mi hermana, videos grabados de los noticieros en los que hablaban de ella y fotos que había tomado de Lucía en estos años… y de su dedo. Ella, mucho más calmada, me recibió bastante alegre, aparentemente no me guardaba ningún rencor:
—No conozco a una persona que se hubiera quedado —me dijo con el afán de reconciliarme conmigo, pero Lucía conoce bien a poca gente.
Así que en cuanto llegué a casa, retomamos algunas de las cosas que hacíamos juntos: caminábamos por la noche a lo largo de calles que yo ya no identificaba (ella parecía un pequeño sol noctámbulo a punto de esfumarse); dormimos un par de noches en la azotea; miramos el mar sentados sobre la arena. Y volví a tomarle fotos. No eran ni la mitad de buenas que la primera serie, sin embargo, la notaba feliz. Me acordé de la foto con mamá y le pregunté:
—¿Qué harías si te abrazo?
Permanecimos callados mucho tiempo antes de que me dijera cualquier cosa.
—Sabes que sigo sola. Probablemente no te soltaría.
No quiero decir a quién se le ocurrió hacer el amor, pero a los dos nos pareció una buena idea.


La última vez que hablé con papá, me pidió que me sentara con él a ordenar todas las cartas que escribí mientras viví fuera. Como se detenía a leerlas cuidadosamente conforme las guardaba, nos tomó varias horas. No supe cómo despedirme de él.
Parece que Lucía acostumbra venir a esta casa. Las quemaduras en la puerta principal y en las paredes se ven recientes. Además, el aroma que deja es inconfundible y persistente. Ahora lo disfruto bastante y no quisiera que un día la casa dejara de oler así, aunque tarde o temprano suceda.
En la sala están colgadas algunas fotos de Oleaje en llamas… y la foto de Lucía sentada en las piernas de mamá.
Los brazos de Lucía adelgazaron mucho en este tiempo, incluso ha perdido algunos centímetros de estatura y partes de su cuerpo ahora brillan como brasas fatigadas. Detrás del fuego apenas se perciben la figura de su cuerpo y algunos rasgos del rostro: su nariz delgada, la quijada afilada, la forma del cráneo, los senos todavía firmes y redondos, las piernas enjutas. Continuó agotándose todo este tiempo, pero ya no hablamos de ello, sólo esperamos que oscurezca por completo. Nos gusta el cielo estrellado.
Quiero seguir adelante con esto, a pesar de mi cuerpo flácido, avejentado, quiero continuar, aunque me da vergüenza desnudarme para Lucía con este cuerpo cobarde.
No dejo de acariciar la cicatriz en mi hombro para decidirme. Sería más fácil si dejara de mirarme.




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