viernes, 11 de junio de 2021

OBSEVACIÓN DE AVES: BENEFICIOS - LAS AVIONETAS - LA NATURALEZA - ORIGEN DEL SOMBRERO - INMERCIÓN (CUENTO)

OBSEVARCIÓN DE AVES: BENEFICIOS.

“Observar aves tiene un beneficio para las personas en cuanto que el contacto directo con la naturaleza aumenta la circulación de las endorfinas, rebaja el estrés y nos conecta con el entorno natural”, explica Cristina Sánchez, delegada de SEO/Birdlife en Catalunya, que detalla: “Estar en la naturaleza, detenerse en ella, sentarse con ella, descubrir sus maravillas, trae una sensación de calma y renovación. Ahora la ciencia respalda esta intuición con datos y revela que los beneficios son mucho, mucho más profundos. De los cientos de estudios publicados, ninguno por sí solo es definitivo, pero juntos ofrecen una sensación cada vez mayor de lo que se ha perdido a medida que las personas se han desconectado del entorno natural: ritmo de vida, sedentarismo, pantallas, mayoría de la población en entornos urbanos…”

CONVERTIRSE EN OBSERVADOR
No hace falta mucho para convertirse en un observador de aves aficionado. Ni siquiera es necesario salir del propio municipio, algo a tener muy en cuenta en los tiempos que corren. “Observar aves es un pasatiempo genial, que se puede compartir en familia o con amigos, o hacer solo”, afirma Cristina Sánchez, quien asegura que “cualquier espacio verde o fuente de agua abierta servirá para ello”. 

Y continúa: “También existen reservas y espacios naturales con itinerarios y observatorios”. Siempre, aconseja esta experta, es importante seguir unas pautas de conducta que minimicen nuestros impactos y ayuden a proteger el medioambiente.
En cuanto al equipamiento, Sánchez señala que lo único que necesitamos para comenzar a observar aves en el parque o el jardín es una guía de campo, un cuaderno a prueba de intemperie y una aplicación de observación de aves que sea fácil de usar. “Y si se sube el nivel, los binoculares son una herramienta muy útil”, añade.
No hace falta ser ningún experto para experimentar ese pequeño cambio de perspectiva y apreciar, aunque sea por unos minutos, el movimiento rítmico de la naturaleza y de sus diversas criaturas. Tomarse el tiempo para prestar atención, para estar (¿o ser?) en la naturaleza, siempre ayuda a quitarnos importancia y a poner en perspectiva nuestros propios problemas, sin importar lo terribles que puedan parecer.
Nunca como en estos momentos ha sido más importante para los seres humanos recuperar esta relación con lo natural. Dicen que la pandemia surgió de la naturaleza, pero quizá también en ella podemos encontrar el alivio que tanto necesitamos.

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LAS AVIONETAS.

El término avioneta es aquel que se usa para designar a un tipo de avión o de nave de tipo liviano, más pequeño que el resto de los aviones utilizados de manera comercial. La avioneta permite tener una experiencia diferente en lo que respecta al vuelo no sólo por el espacio reducido que brinda (y la necesidad de llevar siempre a pocos pasajeros) si no también por las condiciones técnicas a partir de las cuales puede volar y así realizar diferentes piruetas o maniobras que un avión tradicional no puede fácilmente llevar a cabo. Las avionetas suelen ser utilizadas como vehículos privados por personas que cuentan con un importante poder adquisitivo y que pueden darse el lujo de poseer uno o varios de estas naves en su flota propia.
Las avionetas han sido diseñadas para permitir el llevar a cabo acciones y maniobras diferentes a las que un avión tradicional puede llevar. Las avionetas no pueden pasar más de los 5600 kilos de peso, pudiendo incluso algunas ser extremadamente livianas y estar por debajo de 300 kilos (que son los casos de los aviones ultraligeros que tienen lugar para una sola persona). Las avionetas, además, son más fáciles de maniobrar por este detalle y por lo tanto no necesitan espacios tan amplios o extensos ni para despegar ni para aterrizar. Esto hace que muchas avionetas puedan ser utilizadas desde campos y predios relativamente pequeños en comparación con la mayoría de los aeropuertos.

Otros datos interesantes para las avionetas es que las mismas no suelen contar con un espacio para más de tres o cuatro pasajeros (sin contar con los tripulantes), por lo cual este tipo de aeronave es especialmente usada como método de transporte privado, así como también para excursiones y turismo aéreo muy exclusivo que sólo algunos pocos pueden costear. Las avionetas, finalmente, también suelen ser utilizadas con fines publicitarios y como aeronaves de piruetas debido a la facilidad de maniobrar que presentan. 

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LA NATURALEZA.

En la mayoría de los casos, cuando hacemos mención de la naturaleza, nos estamos refiriendo al mundo natural o al mundo material, es decir, al conjunto de los fenómenos físicos del mundo y de los seres vivos en general, sin tomar en consideración ni los artefactos y objetos de fabricación humana, ni los procesos de intervención del ser humano en el medio ambiente.
Dicho de otro modo, entendemos por la naturaleza al mundo material y evidente, tal y como está dado, así como al conjunto de fuerzas y elementos que le son propios. Es un concepto que se opone al mundo de lo “artificial” de los seres humanos, y también al supuesto mundo de lo “sobrenatural” de lo místico o fantasmagórico.

El origen de esta palabra revela mucho sobre sus posibles sentidos. Proviene del término latino natura, derivada del verbo nasci, “nacer”. Lo natural es lo que se mantiene tal y como se originó sin ayuda del ser humano, y por lo tanto la naturaleza es el conjunto de las cosas naturales. De manera similar, la naturaleza de algo es su esencia, su verdad, es decir, al conjunto de sus propiedades originales y propias.
Por eso, cuando hablamos de la naturaleza entendida como el mundo natural, partimos siempre de la idea de que se trata de un orden profundo y verdadero del mundo, o sea, un orden que nació con el mundo, que es previo a la existencia del orden humano. En muchos sentidos puede llegar a oponérsele, ya que el ser humano no ha hecho sino alterar el orden natural de las cosas desde su aparición sobre la Tierra.

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ORIGEN DEL SOMBRERO.

En la Antigua Grecia llevaban una especie de sombrero primitivo los pastores, cazadores y caminantes. Era el petasos de fieltro y ala ancha, que colgaba a la espalda sujeto con un cordón, cuando no sobre la cabeza.
Etruscos y romanos lo copiaron e hicieron del sombrero una prenda muy popular.
Los griegos utilizaron también un sombrero sin ala en forma de cono truncado llamado pilos por el material de fieltro de que estaba hecho, y que copiaron de los egipcios.
Este sombrero o pilos conoció variantes en Europa, donde resurgió en ambientes universitarios a finales de la Edad Media: el birrete cuadrado.
En la Antigüedad grecolatina, la mujer raramente se cubría la cabeza. Sólo los hombres podían hacerlo, incluso dentro de los templos y palacios, costumbre que duró hasta el siglo XVI.
El posterior abandono de esta prenda se debió a la proliferación de pelucas postizas y peinados elaborados.
El sombrero comenzó como prenda exclusivamente masculina, pero posteriormente se lo apropiaron las mujeres.

Fue en el siglo XVIII, cuando su uso y abuso entre las damas hizo de la industria de la sombrerería un negocio. Movilizó cuantiosos recursos, Milán se convirtió por entonces en centro manufacturero muy importante.
Tanto gustaban los sombreros que incluso el hombre volvió a utilizarlos. Y es que los usos sociales habían cambiado: ahora era necesario descubrirse la cabeza en las iglesias, dentro de recintos cerrados, en presencia de una dama o para iniciar el ademán del saludo.
Una nueva cortesía en torno al uso del sombrero se propagó por Europa y no era posible cumplimentar debidamente a una dama si se iba por el mundo con la cabeza descubierta.
Acaso con aquel fin el conde de Derby creó el bombín, que por su apariencia fue dado en llamar sombrero hongo.
Era una prenda de fieltro rígido, copa en forma de cúpula y ala estrecha y dura: a partir de aquel año nadie iba a las carreras de caballos sin él.

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INMERSIÓN.
(CUENTO)

Te sumerges. Vas oyendo en tu descenso a la abuela Hiromi: «Conseguirás las algas a la vieja usanza». Las palabras flotan alrededor de tu máscara artesanal, son peces desmenuzando hilachas de luz. De nada valió tu propuesta, la idea de seguir apostando por la medicina moderna. Los comprimidos de yodo, esas pastillas que tu hermano Yochan tomaba para combatir la anemia no sirvieron de mucho; a lo sumo, solo le pintarrajearon de rosado-pálido las mejillas por unas semanas. Entonces vino tu entrenamiento: la actualización, las inmersiones progresivas y, claro, las revisiones médicas para ver cómo respondía tu cuerpo. Debías asegurarte, mamá Misuki había muerto precisamente por haber subestimado la ciencia, por haber confiado más en el mito que en la realidad. Para la abuela, su hija no había fallecido, había sido convocada por el mar. Nadie le rebatió.
Como era costumbre, no se lloró durante el velorio. Solo papá Hideo se refugió en el baño para contradecir la tradición y romper en llanto. Papá era el descarriado de la familia. Si la fuerza de la gravedad exigía arrastrarnos, él levitaba. Si el mundo giraba hacia la izquierda, él aceleraba por la vía contraria. A sabiendas de lo que le esperaba, se dejó convencer por el doctor de Yochan y nos mudamos a Chosica con la esperanza de que el clima seco mejorara la salud de tu hermano. Al enterarse, la abuela lo desheredó y alistó sus maletas. «Regresaré a mi tierra», dijo al cargar sus ochenta años hasta el aeropuerto, y partió rumbo a Japón. La orgullosa anciana vivió sola, sin electricidad, tarjetas ni supermercados alimentándose solo de pescado, mariscos y algas que ella misma extraía del mar. «Tuve todo el Océano Pacífico para mí», explicaría un año después. Al comprobar que el clima chosicano, en vez de mejorar a Yochan, lo estaba perjudicando, regresamos al Callao. Fuiste tú la que convenció a la abuela para su regreso.  Fue la época también de la traición, de tu traición: viajaste al Cusco porque conseguiste un buen trabajo, pero le dijiste a la abuela que vivías en Lima, a tan solo una hora de casa. Por eso, cada vez que había reuniones familiares argüías las más insólitas excusas. Y como eras su preferida –aunque nunca lo confesó–, terminaba aceptándote cualquier disparate. Pero cuando una llamada telefónica te anunció que la enfermedad de Yochan había entrado en crisis y que los doctores ya daban todo por perdido, tomaste el primer vuelo a Lima. Y allí estabas, sumergiéndote para conseguir esas algas que la abuela usaba cada vez que la ciencia médica desahuciaba a tu hermano. Cuando Yochan tenía ocho años, la abuela se había sumergido; a los dieciséis, mamá Misuki, y ahora, a los veinticuatro te correspondía a ti por estricto relevo generacional. La mujer de tu hermano se ofreció en tu lugar, pero le faltaba historia en las venas.


Las mujeres de nuestra familia se habían sumergido al mar hace miles de años buscando ostras y perlas. Desalentada, marcaría tu número telefónico con la misma desesperación con la que ahora sostenía la soga amarrada a tu cintura. Desde el bote, tu cuñada sudaba, sufría: tu cuerpo sumergido era de alguna manera su cuerpo. Y tú, bocabajo, hundiéndote en un universo de leche negra con un snorkel que era un cuerno naciendo de tu boca. Y el agónico chorro de luz de la linterna demarcaba tu descenso, comprobando que la noche debajo de la superficie era más noche. Y sin aletas, sin traje de neopreno, con los senos expuestos y vistiendo tan solo una pequeña trusa, te dirigías, infinita, hacia un hervidero de algas donde debías encontrar las pardo-amarillentas, las famosas algas fucus. Esas plantas que tus ancestros, las Amas cazadoras de perlas, comían frescas para alejar los demonios de la debilidad. Lo malo era que preferían anidar siempre en la profundidad hostil de los acantilados. Ahora, treinta metros abajo, sentías a las rocosidades particularmente filudas. Con especial cuidado, te introdujiste por entre matas de plancton y colonias de conchas. Y por fin, sentiste las vesículas hinchadas de las algas fucus recorrerte las manos, los brazos y redibujarte los senos. Arrancaste todo lo que pudiste para llenar tu saquillo de malla y listo: la mitad de la batalla estaba ganada. Llevabas minuto y medio sin respirar: toda una eternidad dentro de las aguas. Sentías, por momentos, que tu lengua crecía, sea serpentaba y retraía hacia atrás: Así habría muerto mamá cuando no calculó el esfuerzo del camino de vuelta. Así podrías morir tú también. Te moviste lo mínimo posible para no saturar tu cuerpo de dióxido de carbono. Pegaste los brazos al muslo y diste las patadas justas para subir a la superficie. Lamentablemente un nudo atorado en tus talones alteró los planes. Al parecer, te habías enredado con tu propia soga. «No temas al mar. Témele a no luchar por lo que amas en las profundidades», eran las palabras de la abuela, esos peces devorando sus retazos de luz al frente de tu máscara. Desde arriba, tu cuñada agotaba desesperados intentos por jalar una soga que con horror, descubría flácida y luego rota. Luego de sentir puñetes invisibles en el diafragma, cierto mareo adormecedor que te sacaba del mundo, logras deshacer el nudo, liberarte del cinturón de plomo y ascender casi por instinto. Tu retorno progresaba lento pero constante, a menos de cinco metros de llegar a la superficie observas en contrapicado la quilla del bote crecer y definirse. Ves porciones de tu vida flotando como irregulares manchas de aceite. En medio de ellas, reconoces las mejillas pálidas que papá calcó en Hideo, la sonrisa de mamá cuando sacó su primera perla y la voz severa de la abuela corrigiéndolo todo. En este punto, tus brazos están agarrotados, tu lengua es una serpiente agigantada obstruyéndote el paladar. La luz se ha vuelto otra luz: más blanca y feroz. Comienzas a soñar. Y en tus sueños, te nacen aletas en los pies, y el oxígeno es una simple superstición.

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